sábado, 26 de mayo de 2012

Ignacio Zerolo Díaz de Losada


Ignacio Zerolo, en su primera exposición individual
Ignacio Zerolo Díaz de Losada
La pintura con vocación e intensidad


           Ignacio Zerolo se incorpora a la plástica en Canarias, desde una posición plenamente vocacional y en buena medida autodidacta, si bien acompañada de una formación notable en áreas cercanas a la pintura, como lo son el diseño y la arquitectura. Inmerso de lleno en el proceso creativo de su obra, Ignacio viene preparando una nueva exposición individual, después de su primera presentación como artista, en la que ocupó en solitario todo un espacio expositivo, preparado expresamente para la ocasión. Al mismo tiempo, reúne informaciones, datos y reproducciones, de cara a realizar una importante publicación, dedicada a su trayectoria y a su trabajo. A todo ello hay que añadir los contactos, que ya ha emprendido, para mostrar sus obras más allá de las islas, eligiendo para el caso, como primera plaza internacional, el mercado artístico norteamericano, y en concreto el de Miami.


            Hemos tenido la oportunidad de visitar el estudio de Ignacio Zerolo, en Santa Cruz de Tenerife, para trabajar en un texto sobre su trayectoria artística y sobre su obra, previsto incluir en un próximo catálogo-libro, que Ignacio viene también preparando, para fechas próximas. Adelantamos, a continuación, una parte de ese trabajo.

Ignacio Zerolo, con Pedro González y Carlos Pinto, en su 1ª exposición


Paisajes y Mar, que pertenecen a las pinturas de Ignacio Zerolo
Celestino Celso Hernández



            Ignacio Zerolo, a la hora de situarse en el amplio universo del arte, nos desvela los nombres de dos artistas -uno del siglo diecinueve, Caspar David Friedrich (1774-1840), y otro del siglo veinte, Edward Hopper (1882-1968)-, con los que poder cotejar sus propias composiciones pictóricas, al mismo tiempo que establecer diferencias en los planteamientos. No le falta razón en señalar las particulares características de la presencia humana, en las pinturas de ambos artistas, así como una clara referencia a la soledad del ser humano, pero Ignacio nos advierte de entrada que “Al contrario que Hopper y Friedrich, (…) yo lo que trato de hacer es que el espectador sea el que, sin tener que identificarse con nadie, sienta esa soledad”. Es cierto que la presencia de personajes en las composiciones de Hopper determina buena parte de las mismas, pues en efecto es esa soledad en la que son representados la que define en gran medida la obra, además de ser el objetivo principal que ha buscado dicho artista. Las habitaciones, en que son ubicados, no dejan de ser unos contenedores expresamente seleccionados, el escenario en el que tiene lugar su “representación” estática, “congelada”. Valga como ejemplo la pintura Habitación de hotel, del año 1931, una de las obras seleccionadas por Ignacio, para acompañar sus reflexiones, con el título de Irrealidades. Sin embargo, en el caso de Friedrich, si bien los personajes forman parte de sus composiciones, incluso a veces de manera destacada, y han sido ubicados en las mismas a propósito por este pintor, para señalar igualmente su soledad, mejor aún su pequeñez frente a la magnitud de la naturaleza, hay ocasiones en las que la posible ausencia humana no desvirtuaría el resultado de alguna de sus obras. Tomemos, por ejemplo, la obra Monje frente al mar, de 1810, a la que también hace referencia Ignacio, y en la que la presencia humana viene a suponer un uno por ciento del total de la composición. Es cierto que ese uno por ciento no está de más, pero también es cierto que el noventa y nueve por ciento restantes tiene suficiente consistencia, por sí mismo, en la composición.

          Podríamos traer a colación también a otros dos artistas, y del mismo modo, uno del siglo diecinueve, Joseph Mallord Willim Turner (1775-1851), y otro del siglo veinte, Anselm Kiefer (1945). A éste último, por cierto, se le atribuye, dentro de la evolución de la pintura alemana contemporánea, una recuperación del “paisaje, pero no como algo natural, orgánico y externo al hombre, sino precisamente como un paisaje cultural resultado de la historia del hombre, especialmente la parte violenta que más honda huella deja, como la violencia y la guerra”. Tenemos, en el primero de estos dos artistas, una obra como Beginnings with color: the pink skylos inicios con el color: el cielo de rosa-, una pequeña pintura de Turner, realizada hacia 1820-30, en la que el paisaje es el protagonista, de modo exclusivo. Con la línea del horizonte ligeramente curvada, un poco más abajo de la mitad del cuadro, contrasta la parte inferior de color marrón, que corresponde a la tierra, frente a la parte superior de color rosa, correspondiente al cielo. Turner se adelanta a su tiempo con una composición, que bien podría pasar por una obra contemporánea del siglo veinte, e incluso de nuestros mismos días. Tomemos, del segundo de estos dos últimos artistas citados, otra obra como es Abenland, un título que el artista recogió del estudio de la historia, escrito en 1918 por Oswald Spengler, y titulado Der Untergang des Abendlandesla decadencia, el ocaso, o el crepúsculo de Occidente-, y que fue creada por Kiefer en 1989, sobre unas enormes planchas de 4 metros de alto por 3,80 metros de ancho, y en las que ha trabajado con pintura sintética de polímeros, ceniza, yeso, cemento, tierra, barniz sobre lienzo y madera. No existe en ella presencia humana, sólo la huella de la presencia humana, de sus acciones sobre la naturaleza, como esos raíles que ascienden desde la base del cuadro por el centro de la composición, y desde luego existe mucha soledad, no la soledad humana de Hopper, sino la soledad de la naturaleza descarnada tras el paso de la presencia humana. No es tampoco la grandeza de la naturaleza romántica de Friedrich, ni la naturaleza dominante de Turner, es el envés de la naturaleza, su otra cara, que resulta igualmente grandiosa en las amplias composiciones de Kiefer.


            Podríamos, en fin, añadir algunas otras referencias, pertenecientes en esta tercera ocasión a nuestro ámbito geográfico y cultural de Canarias, en donde ya decíamos al comienzo que el paisaje ha tenido un importante tratamiento y seguimiento por parte de nuestros artistas. Es el caso, en primer lugar, de Manuel López Ruíz (Cádiz 1868-Santa Cruz de Tenerife 1960), nuestro más destacado pintor de marinas, entre las que podemos mencionar su Marina del Casino de Santa Cruz, un óleo en que aparece representado el mar en primer plano, embravecido, ocupando algo más de la mitad del cuadro, y dejando la parte superior para el cielo, que se dibuja entre nubes y claros. La segunda cita nos llevaría a Manuel Martín González (Guía de Isora 1905-Santa Cruz de Tenerife 1988), el pintor que mejor ha sabido captar los terrenos yermos de nuestro paisaje insular, largo tiempo descartados por los paisajistas canarios –valgan, como ejemplo, sus óleos titulados Paisaje del sur de Tenerife, y también Tarajales de Puerto de Cabras, un óleo del año 1947-. Éstos fueron dos artistas que tuvieron reconocimiento público en las islas, y que incluso alcanzaron alta cotización y demanda de sus obras, pero que no siempre fueron aceptados por los estudiosos del arte canario, por cuestiones a veces ajenas a la obra en sí, que hoy al fin ofrece menos dudas de su real valía.


            Después de este recorrido, y de todas estas referencias, tanto las que previamente había seleccionado Ignacio, como las que hemos añadido por nuestra cuenta, volvemos al punto de partida de este trabajo, que no es otro que las pinturas que nos presenta, en este inicio del siglo veintiuno, Ignacio Zerolo. Bastante obra ha “llovido” ya desde la pintura que Ignacio considera como su primer cuadro, al que tituló Mandarina, un bodegón realista, a lo Antonio López, realizado en el año 2005, cuando aún se encontraba en Italia, y que entregaría a la que sin duda es su mayor apoyo y su mejor coleccionista, su mujer Claudia. Y también ha andado mucho camino desde que realizara otra de sus obras, un óleo sobre lienzo, en donde ya prueba con la arena, y que representa una naturaleza muerta, en la que juega con la transparencia del cristal de las copas, y su sombra, realizada justo antes de empezar con el tema del mar, y según sus propias palabras, de tomar la decisión de dedicarse a la pintura. A partir de ese momento, Ignacio se ha entregado de un modo apasionado a realizar obra tras obra, con los paisajes costeros, del mar y el horizonte, como tema prácticamente en exclusiva, y apostando por los grandes formatos, en los que poder disfrutar como pintor, al mismo tiempo que ofrecernos una amplia “ventana”, por la que dejar transcurrir nuestra propia mirada y nuestros pensamientos. Es el modo de seguir también la propuesta que nos brinda Ignacio, de que sean las obras las que se expliquen por sí mismas, y por lo tanto que sean quienes las contemplan los que saquen sus propias impresiones de las mismas, más allá de lo que el pintor haya explicado sobre su obra.

            Ignacio Zerolo navega por sus paisajes, dando rienda suelta a su imaginación, recreándolos, como él mismo nos dice, inventándolos desde los recuerdos de todo lo que ha visto, junto con todo lo que ha soñado. Unas veces se detiene en los detalles de la costa rocosa, en primer plano, fijando su mirada y su atención en charcos y musgos. Otras, el punto de mira se alza más hacia la mar plena, y entonces nos encontramos ante dos planos compositivos, uno debajo de la mar tendida, y otro en la parte superior de la composición con las nubes y el cielo de fondo. Siempre unos paisajes únicos, a los que por mucho que viajemos jamás podremos encontrar, sólo acudiendo a contemplarlos y recrearnos con las pinturas de Ignacio.


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